20 jul 2019

Los griegos ya estuvieron en la Luna, con la imaginación...

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Hoy que se cumplen 50 años de la llegada del hombre a la luna nos hacemos eco de la celebración recordando estas líneas de Luciano de Samósata, autor griego del siglo II d. C. que nos describe cómo imaginaban sus contemporáneos un viaje hasta el satélite:

«Decidimos seguir avanzando, pero fuimos detenidos al encontrar a los que ellos llaman "cabalgabuitres". Los cabalgabuitres son hombres que cabalgan sobre buitres enormes, y utilizan dichas aves como caballos. Los buitres son enormes y suelen tener tres cabezas; puede inferirse su tamaño del hecho siguiente: cualquiera de sus plumas es mayor y más robusta que el mástil de un gran navío mercante. Dichos cabalgabuitres tienen como misión sobrevolar el país y conducir ante el rey a cualquier extranjero que encuentren; por ello, nos detuvieron y condujeron ante él. Éste, después de observarnos y deducirlo de nuestros vestidos, dijo: «Vosotros sois griegos, ¿verdad, extranjeros?» Al confirmárselo nosotros, preguntó: "¿Y cómo habéis llegado hasta aquí, tras atravesar un gran trecho por el aire?" Nosotros le explicamos todo.»

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Y nos describe la vida en la Luna así:

«Durante mi estancia en la Luna, observé muchas rarezas y curiosidades, que quiero relatar. En  primer lugar, no nacen de mujeres, sino de hombres: se casan con hombres, y ni siquiera conocen la palabra "mujer". Hasta los veinticinco años actúan como esposas y, a partir de esa edad, como maridos. Y no quedan embarazados en el vientre, sino en la pantorrilla. A partir de la concepción, comienza a engordar la pierna; transcurrido el tiempo, dan un corte y extraen el feto muerto, pero lo exponen al viento con la boca abierta y le hacen vivir. A mi parecer, es de aquí de donde llegó hasta los griegos el término "pierna del vientre", porque allí se alberga el feto, en vez de en el vientre.

Pero voy a referirme a algo aún más sorprendente. Existe allí un linaje de hombres, los llamados "arbóreos", que nacen del modo siguiente. Cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan en la tierra; de él brota un corpulento árbol de carne, semejante a un falo: tiene ramas y hojas y su fruto son las bellotas, del tamaño de un codo; cuando están ya maduras, las recolectan y extraen de su interior a los hombres.

Además, sus partes pudendas son artificiales. Algunos las tienen de marfil, pero los pobres las usan de madera, y con ellas se unen y fecundan a su pareja.

Tras la vejez, el hombre no muere, sino que, como el humo, se disuelve y convierte en aire. Su alimento es para todos el mismo: encienden fuego y asan ranas sobre el rescoldo —pues las ranas son muy abundantes allí, y vuelan—; una vez asadas, se sientan en círculo, como en tomo a una mesa, aspiran el humo que asciende y se dan el festín. Así es su comida. La bebida consiste para ellos en aire exprimido en copa, destilando un líquido como el rocío. No orinan ni defecan, ni poseen siquiera el orificio anal en igual lugar que nosotros; ni tampoco los jóvenes ofrecen para el amor sus traseros, 
sino las corvas sobre la pantorrilla, pues en ese lugar tienen el orificio.

Se considera hermoso en el lugar al hombre calvo y pelón; los melenudos, en cambio, son despreciados. Mas a los cometas, por el contrario, los consideran hermosos por su cabellera: había allí algunos forasteros que nos hablaron de ellos. Otro detalle: tienen barbas, que crecen tímidamente sobre sus rodillas, y carecen de uñas en los pies, pues todos son solípedos. Sobre las nalgas de cada uno crece una col de gran tamaño, a guisa de cola, siempre exuberante, sin ajarse cuando caen de espaldas.

De sus narices fluye una miel muy agria y, cuando trabajan o hacen ejercicio, sudan leche por todo su cuerpo, lo que les permite elaborar queso, extendiendo sobre éste una capa de miel. De las cebollas elaboran un aceite muy denso y aromático, como perfume. Tienen muchas vides productoras de agua, pues los granos de los racimos son como el granizo y, a mi parecer, cuando sopla viento y agita dichas vides, es cuando cae sobre nosotros el granizo, al desgranarse los racimos. Usan sus vientres como alforjas, colocando en ellos los objetos de uso corriente, pues pueden abrirlos y cerrarlos. No parecen encerrar intestinos en ellos: tan sólo una espesa cabellera interior, lo que les permite albergar a los recién nacidos cuando hace frío. 

El vestido de los ricos es de vidrio maleable, y el de los pobres de hilado de bronce, pues abunda el bronce en aquellas regiones y lo trabajan reblandeciéndolo en agua, como la lana. En cuanto a las características de sus ojos, dudo en hablar de ello, por temor de que me juzguen mentiroso, dado lo increíble del relato. Ello no obstante, lo expondré. Tienen los ojos desmontables, y quien lo desea puede quitárselos y guardarlos hasta que necesite ver; entonces se los coloca y ve. Muchos, al perder los propios, los piden prestados a otros y ven. Los ricos suelen tener muchos en reserva. Tienen por orejas hojas de plátano, excepto los hombres-bellota; únicamente ellos las tienen de madera.

Vi también otra maravilla en el palacio real. Un enorme espejo está situado sobre un pozo no muy profundo. Quien desciende al pozo oye todo cuanto se dice entre nosotros, en la Tierra; y si mira al espejo ve todas las ciudades y todos los pueblos, como si se alzara sobre ellos. Yo vi, a la sazón, a mi familia y a todo mi pueblo, pero no puedo decir con certeza si ellos también me vieron. Quien no crea que ello es así, si alguna vez va por allí en persona, sabrá que digo la verdad.»

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Todo un relato digno del mismísimo Julio Verne, sin ninguna duda.

El texto de Luciano de Samósata, de su obra "Cuentos verídicos" y la traducción es de la edición de Gredos.

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