Hay tradiciones erróneas con las que es muy difícil terminar. Una de ellas, quizás una de las más arraigadas, está en la mitología. Siempre leemos que Zeus es Júpiter, Afrodita es Venus, Marte es Ares. La realidad es que los dioses griegos no son los romanos.
Aunque ya existían contactos culturales entre griegos y romanos desde el siglo VI a.C., fue el poeta romano Ennio (239–169 a.C.) quien popularizó por primera vez la idea de que los dioses romanos correspondían a los griegos, utilizando una fórmula que comparaba a los “Doce Dioses Mayores” de Roma con los del panteón olímpico griego. Ennio tradujo a los dioses griegos con nombres latinos en su obra Annales, ayudando a fijar esa equivalencia.
La principal razón por la que los romanos identificaron a sus dioses con los griegos (considerándolos los mismos con distintos nombres) fue una combinación de estrategias culturales, políticas y religiosas.
La primera fue la asimilación cultural, llamado sincretismo. Los romanos eran muy prácticos y absorbían elementos que les resultaban útiles de los pueblos con los que entraban en contacto. No solo los pueblos griegos, como es en este caso. También de egipcios, fenicios, etc.
La segunda, una necesidad de equivalencia teológica. Cuando entran en contacto con otros pueblos, necesitaban comprender y organizar los sistemas religiosos extranjeros. Así que se esfuerzan por establecer un lenguaje común.
La tercera, el control ideológico y político, lo que les lleva a una necesidad de unificar panteones, lo que facilitaba la tarea. Los romanos no destruían los templos de otros pueblos; eran demasiado supersticiosos como para atreverse a ofender a los dioses, aunque no fuesen de su misma religión. Para ellos, unificar los dioses que se veneraban era más ordenado y comprensible.
La cuarta razón, la influencia de la literatura y la filosofía griega. Ennio, Cicerón, Virgilio u Ovidio escribían inspirados por Homero y Hesíodo. Lo que hicieron fue adaptar los dioses griegos a los latinos.
La quinta: lo que estaban haciendo los romanos con sus dioses ya lo hacían los griegos con los suyos mucho antes. Por ejemplo, con la aparición de Afrodita adaptada de la diosa próximo-oriental Astarté.
Y lo más curioso de todo esto es que no es una novedad. Ya a principios del siglo XX, Jane Ellen Harrison (1850-1928) lo dejaba por escrito en su Myths of Greece and Rome (1928), traducido a nuestro idioma en varias editoriales como La piel bajo el mármol.
Harrison decía:
"El estudio de la mitología griega ha estado sometido desde hace mucho tiempo a dos graves problemas. El primero, que hasta aproximadamente finales del siglo XIX o principios del XX, a la mitología griega siempre se la ha estudiado a través de un filtro romano o alejandrino. Hasta hace muy poco era normal llamar a los dioses griegos por sus nombres latinos: Zeus era Júpiter, Poseidón era Neptuno, Hera, Juno. No vamos a perder el tiempo haciendo leña del árbol caído: esa costumbre ya ha tocado a su fin. Ahora sabemos que Júpiter, a pesar del parentesco, no es lo mismo que Zeus; Minerva a todas luces no es Atenea. No obstante, perdura un error, muy peligroso por más sutil: hemos dejado de lado los nombres latinos, pero seguimos inclinándonos por conferir naturalezas latinas o alejandrinas a los dioses griegos, seguimos convirtiéndolos en dioses de juguete de una literatura tardía, artificial y enormemente ornamental". (Ed. Siruela)
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