19 dic 2016

Las carreras de cuadrigas de Ben Hur

El nuevo libro de Fernando Lillo "Hijos de Ben-Hur.  Las carreras del circo en la antigua Roma", ed. Evohé, colección Didaska, es el culpable de esta nueva entrada del blog.  No diré nada del libro aquí por ahora, solo que el último capítulo ha sido genial ya que desconocía muchas de las anécdotas que cuenta acerca de las películas que llevan carreras de carros romanas en el circo.  No voy a contaros lo que dice Fernando Lillo, para eso tendréis que comprar el libro, pero voy a dedicar esta entrada a la carrera de cuadrigas, no para comparar entre ellas, ya que las comparaciones, como bien dicen son odiosas, sino para hacer un ejercicio de reconocimiento (o no) con una carrera de cuadrigas como realmente eran según una fuente contemporánea.

Como todos bien sabéis la película "Ben-Hur" se basa en una novela que porta el mismo título.  Fue escrita por Lewis Wallace, un militar americano y se publicó en 1880.  Aquí podéis descargar los capítulos que se refieren a la carrera en la novela.

La primera vez que la novela fue adaptada para servir de diversión a espectadores no fue en el cine, sino en el teatro.  Fue estrenada en Broadway en 1899.  ¿Alguien puede imaginarse la famosa carrera de cuadrigas en un escenario?  A me cuesta un poco, la verdad.



Ya en la gran pantalla, la primera vez que se proyectó fue en 1907.  La película estuvo dirigida por Sydney Olcott.  La película es muy curiosa y eso de que sea muda y con muy poca definición la hace un poco siniestra:






La Ben Hur siguiente se estrenó en 1925 y si tengo que decir la verdad es la carrera de cuadrigas más espectacular que he visto, mucho mucho más que la que se ha ganado la fama y que se estrenó en 1959.




La más famosa carrera de cuadrigas es la de Ben Hur de 1959, protagonizada por un incomparable Charlton Heston.




Y por último la más controvertida de todas.  Para mi una de las más espectaculares, aunque la de 1959 sigue siendo mi favorita, aquí la de Ben Hur de 2016:



Pero ¿Como era una verdadera carrera de cuadrigas romana?  Los textos de autores clásicos, como siempre, tienen la respuesta.  Silio Itálico del siglo I-II dC nos lo cuenta en su obra "La Guerra Púnica".

"Ya había llegado el día fijado, el campo resonaba con una innumerable multitud y el general, con  lágrimas en los ojos, presidía el simulado cortejo fúnebre según el ritual. Cada ibero, cada soldado que sirve a las órdenes del Lacio, entrega sus presentes para depositarlos sobre las ardientes piras. El propio Escipión, sosteniendo bien leche o bien copas rebosantes del sagrado Lieo, esparce aromáticas flores por los altares. Invoca luego a sus manes, llorando canta las glorias de ambos héroes y ensalza las gestas de los difuntos.


Regresa después al circo y ordena que comience la primera prueba, que dispone que sea la veloz carrera de caballos. Aún no estaban abiertos los cajones y, con el mismo estruendo y la misma furia de las olas del mar, se agita la muchedumbre de impacientes seguidores; tienen los ojos clavados en las puertas y en la línea de salida de los caballos.

Y, cuando, dada la señal, los cerrojos resonaron y, de entre todos los cascos, apenas se distinguió la primera pezuña, al cielo se elevo un clamor como un violento torbellino. Inclinados hacia  adelante como los propios aurigas, todos siguen con la mirada su carro favorito y, a grandes voces, gritan a los caballos que volaban. Retumba el circo con la rivalidad entre los seguidores, el acaloramiento hace perder el juicio a todos. Con sus consignas apremian a los caballos, con sus clamores los gobiernan. Desde la arena de la pista se levanta por los aires una polvareda amarillenta que cubre de una espesa niebla el camino de los corceles y la labor de los aurigas. Enloquece uno alentando a su brioso caballo, otro al jinete, unos animan a los de su misma patria, a otros apasiona el distinguido nombre de una cuadra de solera. A algunos embarga la agradable promesa del animal que soporta por primera vez el yugo en su cuello, otros prefieren la vigorosa vejez de un corcel durante mucho tiempo celebre.
Vuela en cabeza el galaico Lampón, con su veloz carro huye por los aires: recorre al galope una distancia enorme y deja atrás a los vientos. Gritan y rugen entre aplausos y creen que con una salida tan fulminante se ha cumplido gran parte de sus expectativas. Pero aquellos que reflexionan con mayor tino y poseen un conocimiento más profundo del circo reprueban este derroche de fuerzas al principio de la carrera y, de lejos, increpan con inútiles quejas al que castiga a sus animales con un esfuerzo desproporcionado: “¿Adónde vas tan rápido, Cirno, adónde?” (Pues era Cirno el auriga). “Suelta el látigo y sujeta con aplomo las riendas.” Pero ¡ah, hace oídos sordos! Avanza confiado en sus caballos y no tiene en cuenta el terreno que aún le queda por cubrir.

Inmediatamente después, a solo un carro de distancia con respecto al primero pero muy cerca de él, corría el astur Pancates: su blanca frente brillaba, algo que distingue a su raza, lo mismo que las patas, también blancas. De gran fogosidad, sus cuartos no eran largos y su cuerpo tenía poca presencia, pero en aquel momento su brío le daba alas y avanzaba por el campo sin aguantar las riendas. Podría pensarse que crecía en alzada y que sus miembros aumentaban de tamaño. Su guía, Hibero, brillaba radiante con su capa de escarlata cinifia.

En tercer lugar, al mismo nivel que Peloro, corría Cáucaso. Era este un caballo repropio que no gustaba del agradable sonido de las palmadas en su cerviz y disfrutaba mordiendo el hierro metido en su boca hasta arrojar sangre y espuma. Peloro, en cambio, era dócil al freno y más presto a obedecer; nunca se desviaba ni hacía que su carro se bamboleara, sino que, por el interior, por la parte izquierda de la pista, rozaba la meta. Se le reconocía por su enorme cerviz y por la abundante melena que jugueteaba en su cuello. Algo sorprendente de decir, no tenía padre: su madre Harpe lo concibió del primaveral soplo del Cefiro y lo crio en las llanuras vetonas. El noble Durio azuzaba este carro sobre la pista, en tanto que Cáucaso estaba encomendado al viejo auriga Atlas. Provenía este animal de la etolia Tide, fundada por el errante Diomedes. Se le consideraba descendiente de la raza troyana de caballos que el Tidida vencedor sobre Eneas arrebatara con una audacia memorable junto a las aguas del Simois.

Y ya habían cubierto casi la mitad del recorrido y aligeraban su marcha; el brioso Pancates, en su intento por alcanzar al tiro que iba en cabeza, parecía elevarse en alzada y montarse una y otra vez en el carro que tenía delante. Doblando los cascos, con la punta de las pezuñas golpeaba y tropezaba con el carro galaico. Atlas iba el último, pero no menos raudo que el otro que marchaba a la cola, Durio. Podría pensarse que, por mutuo acuerdo, corrían cabeza con cabeza, como si formaran parte del mismo tiro. Cuando Hibero, que iba en segundo lugar, se percató de que los corceles galaicos de Cirno perdían fuerza, que el carro que iba en cabeza no saltaba como antes y que había que forzar una y otra vez a los humeantes caballos fustigándolos con violencia, como una súbita tormenta se lanza desde lo alto de un monte se inclinó el de pronto sobre el cuello de sus corceles y, colgado de sus prominentes cabezas, estimulaba a Pancates, furioso por tirar de las riendas en segundo lugar, y, al tiempo que le azotaba, le decía: “Astur, ¿acaso compitiendo tu va a haber otro que te gane terreno y se lleve la palma? Muévete, vuela, deslízate veloz por la llanura con tus alas como tú sabes. Ya desfallece Lampón, extenuado y con el pecho jadeante; ya le falta el aliento para llevarlo hasta la meta”. Al decirle esto, el corcel se irguió como si enfilara la pista justo al salir de su cajón. Dejó atrás a Cirno, que intentaba cerrarle el paso curvándose hacia el o al menos colocarse a su altura. Ruge el cielo y ruge el circo sacudido por el enorme bullicio de los espectadores. Avanzaba el victorioso Pancates erguido a través del aire, llevando muy elevada su triunfante cerviz y arrastrando tras él a sus compañeros de tiro.

En último lugar, Atlas y Durio se valen de artimañas moviéndose en círculo: ora el uno intenta tomar ventaja por la izquierda, ora el otro lo persigue y trata de adelantarlo por la derecha; y cada cual trata en vano de burlar al otro hasta que Durio, confiado en el vigor de su juventud, vuelve las riendas e, inclinado hacia delante, tuerce su carro, cerrando el paso y volcando el de Atlas. Este, aunque debilitado por su edad, protestaba con razón: “¿Adónde vas? .Que manera tan loca de competir es esta?¿Pretendes que nos matemos todos, nosotros y los caballos?”. Y, al tiempo que le lanza tales reproches, se tira de cabeza desde su carro destrozado y, con él, lamentable espectáculo, caen sus desuncidos corceles por el suelo. Con la pista libre y sabiéndose ganador, Peloro tira de las bridas de sus compañeros y sale disparado en mitad de la arena, dejando atrás a Atlas, que intentaba incorporarse. Y no tardó mucho en alcanzar al extenuado carruaje de Cirno: con su carro ligero sobrepaso a toda velocidad a quien avanzaba ya lentamente y había aprendido demasiado tarde a dominar sus caballos. Los clamores y las voces de aliento empujaban su carro; el corcel pegaba ya su hocico sobre la espalda y los hombros del tembloroso Hibero; en su dorso sentía el auriga como le hostigaban el vapor de su aliento y el calor de sus espumarajos. Durio se precipitó sobre el llano y, con su fusta, imprimió velocidad a los caballos, y no era en vano: parece que se iguala, no, ya se ha igualado por la derecha al carro que le precedía. Abrumado por tamaña esperanza, dice: “Ahora, Peloro, ahora es momento de demostrar que Cefiro es tu padre. Que aprendan los que toman su origen de animales cuanto más distinguido es proceder de una semilla divina. Cuando obtengas la victoria harás ofrendas a tu padre y erigirás altares en su honor”. Y, si no le hubieran traicionado su excesivo éxito y su alegría mezclada de pánico cuando se le escapó la fusta mientras hablaba, tal vez habría consagrado a Cefiro los altares que había prometido. Pero, desdichado, como si una corona hubiese caído de la cabeza del vencedor, volvió su cólera contra sí mismo, se rasgó las doradas vestiduras que cubrían su pecho y esparció lágrimas y lamentos a las estrellas. Al apartar el látigo, su tiro ya no obedecía, y fustigar la grupa con las riendas era un estímulo inútil.

Entre tanto Pancates avanzaba hacia la meta, seguro ya de su victoria, y, con la cabeza erguida, reclamaba el primer premio. Una suave brisa mecía sus crines, que le caían por el cuello y los hombros, al tiempo que alzaba con paso altanero sus ágiles patas y obtenía el triunfo en medio de un gran bullicio.

Todos los participantes reciben el mismo regalo: un hacha cincelada de plata maciza, pero el resto de premios difiere según la posición que cada uno alcanza. El primero se lleva un caballo volador, obsequio muy valioso del rey masilio. El segundo en mérito obtiene dos copas recubiertas de oro del Tajo, procedentes del enorme botín arrebatado a los tirios. La velluda piel de un fiero león y un casco sidonio con su erizado penacho es la recompensa para el tercero. Finalmente, el general mandó llamar a Atlas, el anciano que permanecía en su carruaje aunque estaba hecho pedazos. Compadeciéndose de su edad y su mala fortuna, le ofreció regalos: le entregó un sirviente en la flor de la edad, además de un gorro de cuero propio del país." (310-450).  


Fuente:
Silio Itálico, "La Guerra Púnica", Akal Clásica.  

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